Visita del Obispo Estévez a Bolívar moribundo
A unos escasos metros del
trapiche se escuchó por el camino de entrada a la casa principal, el pausado
galopar de varios caballos.
“¡Se acerca una comparsa!”,
dijo Simón Bolívar con marcada ironía.
“No. Es el Obispo de Santa
Marta”, corrigió José Palacios.
“No he dicho nada
desacertado. El Obispo de Santa Marta ha llegado con su séquito a salvar el
alma de un tirano”.
“¿Es que el doctor Estévez
no es su amigo?”
“¿Cómo puede ser amigo de
Bolívar un ferviente admirador de Santander?. ¿Se te olvidó que el doctor
Estévez acogió y escondió en su Palacio Episcopal a Ezequiel Rojas,[1] uno de
los más enconados conspiradores, miembro de la Sociedad Filológica?”.
Cuando el Libertador sintió
la inminente presencia del Obispo Estévez, ordenó a José Palacios que lo
dejaran solo con el prelado.
“Su Excelencia es amante de
la hamaca”, dijo El Obispo.
Estoy en mi elemento. La
hamaca es un instrumento ideal para soñar. Además era la cama favorita de
nuestros aborígenes”.
Una pared de hielo
impenetrable separaba a los dos personajes. El corredor de la hacienda se había
trocado en un campo de batalla. A pesar de su maestría cortesana, el Obispo
Estévez no disimulaba la antipatía que le inspiraba Simón Bolívar.
“Su Señoría sabe que siempre
he sido respetuoso de las autoridades eclesiásticas. Pero, me encuentro
exhausto. Sólo me queda una gota de vida”.
“Conozco el sufrimiento de
Su Excelencia. Aquí estamos en un valle de lágrimas. Por esto, para el bien de
su alma, le recomiendo arrepentirse de sus pecados”.
“¡Mi alma es tan pura como
la brisa que viene de la Sierra Nevada!”
“¡Sus pecados son públicos!”
“Públicos han sido mis
esfuerzos por implantar la Libertad y el Orden en donde reinaba antes la
esclavitud y la despiadada crueldad”.
“Su Excelencia fue
excomulgado”.
“Si. En efecto, fui
excomulgado el 3 de diciembre de 1814 por el Arzobispo de Bogotá. Desde el
púlpito se me acusó de ser el diablo el “enemigo de estos países”. Sin embargo,
a los nueve días por otro edicto me exaltaron como el más devoto creyente”.
El Obispo se puso de pies.
“¡Un momento, Su Señoría!.
Aún no he terminado. Escuche, por favor la última voz de un moribundo”.
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